Este pequeño gran clásico de las letras norteamericanas, publicado en 1898 e inédito hasta ahora en español, cuenta las divertidas aventuras y anécdotas, de viaje en viaje, de un peculiar coleccionista de libros. Un bibliótafo entierra libros; no literalmente, pero a veces con el mismo efecto que si los hubiera metido bajo tierra. Uno de ellos, el más simpático que ha pisado las calles durante mucho tiempo, es el protagonista de esta historia. Acumuló sus libros durante años en el enorme desván de una granja del condado de Westchester. Cuando aquella biblioteca ya no cupo en el desván la trasladó a un gran almacén del pueblo. Era la atracción del lugar. Los aldeanos aplastaban la nariz contra las ventanas e intentaban curiosear en la penumbra a través de las persianas medio bajadas?
Pero por extraño que parezca, las conversaciones de este gran coleccionista (de un humor inteligente y ácido las que aquí se narran) giraban menos en torno a los libros acumulados que a los hombres que había tras ellos, o a los que conocía a partir de ellos. Una creencia popular respecto a los coleccionistas de libros dice que sus vicios son muchos, sus cualidades negativas y sus costumbres completamente imposibles de averiguar. Sin embargo, el crítico más hostil está obligado a admitir que la cofradía de los bibliófilos es eminentemente pintoresca. Si sus actividades son inescrutables, también son románticas; si sus vicios son numerosos, la perversidad de esos vicios queda mitigada por el hecho de que es posible pecar con gracia. Sea como fuere, los dichos y hechos de los coleccionistas dan vida y color a las páginas de esos buenos libros que tratan de otros libros. Como éste.