Cuando ya el Tibet ha dejado de ser el lugar exótico y misterioso que aún era para Harrer o Peissel (últimos viajeros literarios por las mesetas del Techo del Mundo, antes de que Lobsang Rampa se apropiara casi en exclusiva del material lamaseista), la lectura de un libro de viajes del siglo pasado, que describe paisajes y costumbres ya muy vulgarizados, donde percibimos incluso resonancia de otros autores, sólo puede tener un objetivo: degustar el estilo del relato. Y es un estilo, el de Isabella L. Bishop a la vez nervioso y barroco, poco habitual de la literatura de viajes femenina, en el que abundan las ennumeraciones semicaóticas de hechos y elementos del paisaje, con una acumulación desbordante de efectos, de gran vigor expresivo a ratos, evidentemente ordenada a trasmitir la misma tensión, el mismo carácter de reto que el viaje parecía tener para nuestra autora.
Basta comparar este estilo con el moroso y espeso ritmo narrativo de Alexandra David-Neel, sobre temas y paisajes rarecidos, para darse cuenta del injusto olvido a que Isabella L. Bishop ha estado sometida, debido sin duda a su escaso aparejo místico.