A principios de 1867, y desde Brooklyn, por aquellos años una ciudad propia, lejos de formar parte de la gran Nueva York, parte el primer viaje organizado a Tierra santa, y entre los componentes de aquella excursión ?así se denominaba aquel viaje? estaba un joven Mark Twain, que daría puntual información de los lugares que iban a recorrer, en diarios de Nueva York y San francisco, que corrían con los gastos del viaje. Una década más tarde publica Un yanqui por Europa camino a Tierra Santa como ?el resultado de un viaje de placer? en un gran vapor con banderas desplegadas y estrepitosos cañones, (disfrutando) de principescas vacaciones en el océano, en lejanas latitudes y en tierras famosas dentro de la historia. Navegarían varios meses seguidos por el tempestuoso Atlántico y el soleado Mediterráneo? para terminar codeándose ?con nobles y sostendrían amistosas charlas con reyes y príncipes, Grandes Mogoles y soberanos ungidos de poderosos imperios?.
Y aunque entonces esas latitudes y tierras eran tan lejanas, ni ahora por descontado, aquellas amistosas (y literarias) charlas siguen siendo discusiones económicas sobre las compras que hacían y hacemos los viajeros. Y Mark Twain disfruta (y nos lo transmite) mezclando con ironía, sagacidad y malicia los tópicos que muchos viajeros manejaban y continuamos manejando cuando recorremos tierras lejanas; y al describir su libro carente de gravedad y hondura que tenían los libros del último tercio del siglo pasado, lo sitúa en otra naturaleza: la de la buena literatura, la que perdura, la atractiva.