El usurero, tan odiado como imprescindible, está asociado con uno de los pecados capitales: la codicia. Es un escándalo, pues aun durmiendo, su dinero le hace más rico. Así lo enseñan los exempla medievales, esas anécdotas edificantes para uso de los predicadores.
En la Edad Media cristiana, el usurero se manifiesta como un ladrón de tiempo. ¿Acaso no roba a Dios, en la medida en que el tiempo es un don divino y gratuito, y también a los cristianos, ya que prestar a interés está vedado en una comunidad fraternal? Por esa doble razón el usurero está irremediablemente condenado al infierno.
Pero ¿quién diría que esta figura da lugar a un espacio nuevo de ultratumba? En vísperas del auge de los grandes movimientos económicos del capitalismo moderno, la teología medieval salva al usurero del infierno. Inventa para él una morada algo menos funesta: el purgatorio. Así alcanza su doble objetivo: conservar la bolsa sin perder la vida eterna.