Con su primera novela, El cuarzo rojo de Salamanca (Andanzas 184), Luciano G. Egido ganó el Premio Miguel Delibes en 1993. Con la segunda, El corazón inmóvil (Andanzas 235), obtuvo nada menos que el Premio de la Crítica en 1995. Convendrán con nosotros en que, como novelista, Egido ha tenido un comienzo que muchos quisieran para sí. Después de semejante inicio, casi parece una perogrullada afirmar que estamos ante uno de los escritores de la década de los noventa mejor encaminados hacia una muy cercana y definitiva consagración, que bien podría venirle con esta tercera e impresionante novela, La fatiga del sol.
Un hombre, que tuvo que emigrar a principios de siglo a América, vuelve al cabo de los años a su pueblo con la decidida voluntad de levantar la casa con la que había estado soñando desde niño. Pero la muerte le sorprende antes de que pueda siquiera empezar la construcción del sueño que completaría su biografía de emigrante triunfador. Un sobrino suyo, convertido ya en un escritor conocido, al ver acercarse la vejez, siente el impulso de continuar aquel proyecto. A medida que van levantándose los muros de la casa, como salidos de la tierra que los vio nacer, van poblándola los personajes que durante más de medio siglo protagonizaron la historia de la familia, sus ilusiones y sus fracasos, sus conquistas y sus derrotas, sus grandezas y sus mezquindades. Y todos, incluido el escritor y sus propios fantasmas, restituyen al unísono un pasado lleno de hazañas y miserias, grandes y pequeñas, sobre el fondo histórico de un país tristemente castigado, mientras contemplan, ante el gran ventanal que se abre sobre el paisaje, el fascinante espectáculo de su propia vida.
Si las dos novelas anteriores de Egido nos remitían a Stendhal y a Zola, respectivamente, La fatiga del sol se le aparece al lector como el más fidedigno reflejo del propio Egido, de su asombrosa lucidez impregnada de ironía, cuando no de sarcasmo, de su exquisita exigencia expresiva y de su peculiar estilo, que tiene el don de adueñarse del lector para no soltarle hasta la última línea.