Todas las muertes son inevitables. A veces, quien muere no es un cuerpo destinado a la putrefacción, sino un maldito sentimiento: su pérdida, inevitable o no, nos cercena como si nos hubiesen amputado un miembro. Y están estas otras muertes, alocadas, que se producen al perseguir un sueño, una imagen o un deseo, sin advertir, por ejemplo, el camión descomunal que ocupa amenazador su parte de la calzada. Algunas de las muertes, de tan inevitables, rebasan el absurdo y se convierten en destino, pero todas ellas son, aquí, un pretexto para ejercitar el viejo arte de contar cuentos, un arte que Iván Carrasco domina como pocos. Sus cuentos sorprenden y fascinan por su geometría precisa y concisa, por su suave rotundidad, por los guiños que suponen a otras caras de la realidad y por configurar un universo literario pleno de inteligencia y dotado de una incontestable madures estilística.
Muchos de los relatos de "Las muertes inevitables" son pequeñas obras maestras del arte del relatar. Ante ellos, se impone una lectura apasionada: no hay lugar para la impasibilidad en un mundo en el que cordura y locura se superponen (aunque tal vez no sean sino una misma cosa), en el que lo real y lo fantástico son caras de una misma moneda. Un mundo, el de Iván Carrasco, cuyo centro está ocupado por un ente desvalido y entrañablemente patético: el ser humano.