Quien escribe diarios, empeñado en llevar a delante su novela en marcha, tiende a ser unas veces un hombre de acción y otras un hombre contemplativo. Unas veces no puede sustraerse a la intervención y se zambulle en el río de la vida; otras, más a menudo, es alguien propenso a la observación, a la meditación, al ensueño, y él mismo se orilla en la ribera de los acontecimientos. No es infrecuente tampoco verle ser al mismo tiempo las dos cosas, un activista y un abstraído, al mismo tiempo un aventurero, un vagamundo, un diletante, y un paciente, un sedentario, como aquel perfecto pescador de caña, o como los mismísimos Caballeros del Punto Fijo.
He aquí resumida la historia, según nos la cuentan los científicos A. Lafuente y A. Mazuecos. En la expedición que llevaron a cabo los jóvenes marinos Jorge Juan y Antonio de Ulloa al Ecuador, comisionados por la Académie des Sciences de París, recorrieron la cordillera andina en busca de la línea ideal que divide el mundo en dos. A veces para sus mediciones era preciso que uno de ellos permaneciera horas y aun días enteros, inmóvil, al pie de su toesa, en la cumbre misma de un picacho, mientras otro, desde su observatorio en otra cumbre cercana, triangulaba las curvas de la Tierra y los decimales del Sol. Los indios de la serranía, que veían a los geógrafos ilustrados estarse quietos horas y horas mirando y calibrando con sus teodolitos y sextantes, empezaron a conocerlos como los Caballeros del Punto Fijo.