Para la generación de Lytton Strachey,
E.M. Forster y Virginia Woolf, la vida de la reina Victoria
se confundía con la memoria viva de las gentes, con la propia vida
de Inglaterra, hasta el punto de que Strachey apenas pudo hablar
con alguien que tuviera un conocimiento vivo de una época en que
Victoria
no hubiera sido reina de Inglaterra. Omnipresente y eterna, Victoria
dará nombre a la era más gloriosa de la historia británica:
un extraordinario florecimiento de la literatura, las artes y los descubrimientos
científicos y geográficos que sustentarán una expansión
económica e imperial sin precedentes en su historia. La reina
Victoria es un libro que ofrece, no sólo la biografía
de la propia reina -la niña, la joven, la enamorada esposa, la
madre, la reina, la viuda, la emperatriz y la anciana maniática-,
sino también otra menos extensa del príncipe Albert, su marido,
y una constelación de vidas de personajes secundarios, abreviadas
o resumidas, caricaturas y retratos con que Strachey sazona magistralmente,
con su habitual ironía, la vida de esta última emperatri
zeuropea. Esta biografía ha ejercido tal influencia en la prosa histórica
del siglo XX que, aún hoy, en los libros de consulta se la estigmatiza
como «nada autorizada».