Pocos escándalos judiciales han causado en el mundo la sensación del caso Sacco y Vanzetti. Pocos han perdurado tanto en el tiempo, tal vez porque fue el preludio de una política de control social e ideológica todavía vigente. En 1920, al igual que hoy, EEUU no temía demasiado a un cambio social revolucionario. Los juicios públicos, las penas de muerte, tenían y tienen un papel ejemplarizante, escape para el miedo colectivo y la histeria social, cultivo de los valores más reaccionarios e intolerantes, como el racismo y la xenofobia. A Sacco y Vanzetti no los llevaron a la silla eléctrica por el asalto de Bridgewater, que la justicia nunca pudo probar. Ellos eran inmigrantes pobres, ateos y de tendencias sindicales anarquistas. Suficiente. Y hoy, otros Sacco y Vanzetti -negros, indios, chicanas- se siguen sentando en el banquillo de la farsa.