«Dicen que los monjes de hace ocho o nueve siglos debían enfrentarse a públicos lejanos, a veces hostiles, reacios siempre a marchar tras los pasos de una demostración teológica o de una condena moral, y que de esta dificultad y de la necesidad de vencerla surgieron los Alphabeta exemplorum. Se trataba de que el peso de los discursos estuviera bien repartido, y de que cada una de las veintitantas letras del alfabeto correspondiente arrimara su diminuto hombro y contribuyera a llevar la carga: que la A demostrara la existencia del Alma, por ejemplo; o que la B tuviera a bien hablar de san Basilio (;). Cuando uno de estos Alphabeta exemplorum llegó a mis manos, yo ya estaba preparado para entender de qué servía aquel artilugio verbal (;). Decidí, pues, sin apenas dudarlo, apropiarme del método (...); pasó un año, y ya llegaban a la decena los alfabetos que habían salido de mi mesa para ser leídos o publicados en los lugares más dispares. Mis amigos comenzaron a preocuparse.»