Mayra Montero, ya consagrada por la crítica y el público, viene periódicamente, a su ritmo caribeño de novelista imaginativa y rigurosa, a enriquecer nuestro catálogo desde hace once años. Cada novela suya tiene la facultad de revelarnos un mundo siempre distinto, sin desviarse por ello de un recorrido literario particular, muy propio, cuya voz es inconfundible. Con El Capitán de los Dormidos nos sorprende una vez más por su capacidad para transmitir lo literalmente intransmisible.
Corre el mes de octubre de 1950. Andrés Yasín es un niño de doce años que vive en la isla puertorriqueña de Vieques y que afronta durante esos días una doble tragedia: por un lado, la revuelta nacionalista en la que participa su padre —propietario de un hotelito en la playa—, cuyo cruento desenlace marcará a su familia para siempre; por el otro, la súbita muerte de su madre. Tan sólo un hombre, John Timothy Bunker, un aviador norteamericano, asiduo visitante del hotel, puede explicar lo que hay de verdadero en cierta monstruosa imagen que Andrés ha visto, o ha creído ver. Andrés y John, a quien el niño bautizó una vez como Capitán de los Dormidos, se encuentran por fin en Santa Cruz, la mayor de las Islas Vírgenes, cincuenta años después de aquellos hechos. De la conversación entre ambos, de sus mutuas confesiones, surge la verdadera clave de una historia de amor y remordimiento: una antigua pasión que remite a la muerte, y que sólo desde la muerte puede ser comprendida y perdonada.