Moratín viaja por una Italia fragmentada en regímenes políticos, dialectos y costumbres diferentes y recorrida por los ejércitos enfrentados de la Revolución francesa y los del Imperio austríaco, en vísperas de la campaña de Napoleón. Pero, en su texto, el caos político y militar sólo se refleja en observaciones esporádicas y frivolas: Moratín no es un divulgador ni su libro un documento informativo; como Sterne una generación antes que él, Moratín realiza ante todo un viaje sentimental en el que la realidad exterior se traduce en impresiones y reflexiones personales, y el lector deberá aceptar que un incidente con un posadero puede importar más que la descripción de una catedral o la caída de una dinastía. El espíritu de libre examen de la Ilustración, el desenfado que comporta el rechazo del academicismo y la autoridad, convierten la Italia de Moratín en un encadenamiento de sensaciones que entrelazan, en un ritmo marcado por las anécdotas y los efectos cómicos, desde las gloria del Renacimiento y de la antigua Roma hasta chusmas bulliciosas, ingenuas y depravadas, aristócratas insensatos, grandes damas prostituidas, generales sin ejército y clérigos bribones. En medio de una decadencia general y guiado sólo por su pasión, el teatro, y por su amor a la belleza, Moratín identifica un núcleo minúsculo de artistas y científicos que mantienen en vida el pensamiento creativo en un tiempo en que está a punto de estallar el Romanticismo, anunciado ya, pese a su intransigente amor al clasicismo, por el propio Moratín, con su libertad de juicio, su subjetivismo deliberadamente descarado y sus propensiones melancólicas ante ruinas y volcanes.