Las negligencias o
desdenes o libertades del último Flaubert han desconcertado a los críticos;
yo creo ver en ellas un símbolo. El hombre que con Madame Bovary forjó la
novela realista fue también el primero en romperla. Chesterton, apenas ayer,
escribía: 'La novela bien puede morir con nosotros'. El instinto de Flaubert
presintió esa muerte, que ya está aconteciendo ¿no es el Ulises, con sus
planos y horarios y precisiones, la espléndida agonía de un género?, y en el
quinto capítulo de la obra condenó las novelas 'estadísticas o etnográficas'
de Balzac y, por extensión, las de Zola. Por eso, el tiempo de Bouvard et
Pécuchet se inclina a la eternidad; por eso, los protagonistas no mueren y
seguirán copiando, cerca de Caen, su anacrónico Sottisier, tan ignorantes de
1914 como de 1870: por eso, la obra mira, hacia atrás, a las parábolas de
Voltaire y de Swift y de los orientales y, hacia adelante, a las de Kafka.
Hay, tal vez, otra clave. Para escarnecer los anhelos de la humanidad, Swift
los atribuyó a pigmeos o a simios; Flaubert, a dos sujetos grotescos.
Evidentemente, si la historia universal es la historia de Bouvard y de
Pécuchet, todo lo que la integra es ridículo y deleznable.
Jorge Luis Borges