Los relatos de terror de Charlotte Riddell, una de las escritoras más populares e influyentes de la época victoriana. En la geología de nuestro interior, casi al alcance de la mano, se encuentra una casa que recorremos en sueños o por medio de lecturas, o incluso escribiendo relatos que la construyen una y otra vez desde hace siglos. Procuramos que la habiten fantasmas para darle una existencia verosímil, pero lo importante es ella misma, la mansión encantada. Todavía puebla nuestros sueños con su decrepitud, sus misterios, sus corrientes de aire, sus tapices movedizos, sus voces flotando o filtrándose por las paredes, la agitación de sus cortinones de terciopelo raído, sus habitaciones cerradas y prohibidas, sus perfumes rancios de gardenia o nardo. Relatos de o con fantasmas y casas encantadas los ha habido siempre, pero nunca hasta la época victoriana fueron tan abundantes y parecidos entre sí estos cuentos, hasta formar un género codificado. Una de sus características es que forma parte de la abundante, aunque poco conocida, literatura producida en su mayor parte por mujeres, como el género epistolar o la novela sentimental. No nos referimos aquí a las grandes maestras de la literatura epistolar como Madame de Sévigné o Madame de Staël. Las que nos ocupan, colegas de Charlotte Riddell, en su mayoría inglesas, fueron auténticas escritoras profesionales que utilizaron la pluma para subsistir. Procedían de clases bajas y medias, del mundo de la enseñanza o del trabajo social, y muy a menudo eran hijas de clérigos o maestros, y hermanas o esposas de escritores. Algunas solteras se ganaban la vida o completaban sus ingresos como institutrices o maestras escribiendo en la prensa u obras de ficción, anónimamente o bajo sinónimo, como Vernon Lee o George Sand; otras, con el apellido de sus maridos, y algunas con sus propios nombres y apellidos.