Cuando Galileo dirigió a Saturno su rudimentario telescopio notó que se veía alargado, no redondo como los otros planetas, y describió aquello como una cabeza con orejas, quizá dos lunas muy cercanas a él. Quien observe hoy Saturno con un instrumento igual a ése concluirá de inmediato que se trata de los anillos, pero eso es porque nosotros ya lo sabemos. En la biblioteca mental de Galileo no había planetas con anillos; interpretar como tales lo que mostraba el telescopio habría sido una hazaña. Este libro se centra en un aspecto de la actividad científica que la revela como una obra en perpetua construcción: el modo de obtener resultados, el espíritu mediante el cual la ciencia se anexa nuevos territorios pese a las limitaciones en la capacidad de ver que el científico comparte con el artista, el filósofo y el resto de la humanidad. Así, a pesar de ser un libro de ciencia, aquí no hay poleas, vectores ni ecuaciones de segundo grado. Eso está bien en un salón de clases, pero no en una obra de divulgación que debería servir, si el autor ha cumplido su cometido, para leerse plácidamente junto a una piscina.