Este libro, que el autor define como una instalación narrativa, combina situaciones, tiempos e identidades distintas, en una cadena con eslabones rotos pero que nunca deja de ser una cadena. Una editora madura cruza una mañana la calle y, al sacudir la ceniza de su cigarrillo, una brasa sale disparada sobre la cabeza de un bebé. Diez minutos después, ante un juez que quiere comprar su piso, duda. Muchos años antes, un electricista de crucero por el Nilo acumula trozos de moqueta, piedras y flotadores para crear una instalación sobre su vida insignificante. Dieciséis años después, un periodista es enviado a Ámsterdam y se cita con un ex novio al que han violado. Dos años más tarde, un camello en apuros se refugia en la pedanía donde se ha recluido un antiguo amigo, en paro y deprimido. El 12 de julio de 2009 unos franceses van en coche por la autovía a París y hablan del temor a no reconocer a los suicidas. Acto seguido, un padre ansioso se pregunta por qué le atraen los asesinos en serie y busca respuestas en las memorias del padre del carnicero de Milwaukee. Hay hilos que se cruzan y hebras que se esfuman. Los temas son, por otro lado, rastreables en la obra de Magrinyà: padres e hijos, trabajos capciosos, artistas con psicología, relaciones posibles en un mundo imposible. El lector se sube a un tren en marcha, del que desconoce su origen y destino. Atravesará estaciones destartaladas, pero el abandono, la oscuridad y la diversión serán un acto creativo, acogedor. En esta singular y extraordinaria obra se confirma, de forma contundente, una afirmación no menos contundente del añorado Rafael Conte: «Magrinyà vale la pena.»