Cada primero de noviembre, Jorge Basauri subía al cementerio de Bahía Blanca y depositaba religiosamente tres grandes coronas de flores sobre la tumba de su amada, una combinación de azucenas y jazmines, a las que ataba un lazo blanco con ribetes morados en el que hacía bordar siempre la misma dedicatoria:
«La Habana no duerme porque te espera y yo no puedo vivir más sin tu presencia».