A principios del siglo XII, la muerte sin descendencia de Alfonso el Batallador, rey de Aragón y de Pamplona, abría una peligrosa etapa de incertidumbres. Al legar en su enigmático testamento sus reinos a los monjes hospitalarios, sepulcrarios y templarios, dejaba a sus súbditos en una posición muy delicada que sólo parcialmente se resolivió cuando los caballeros y eclesiásticos eligieron como nuevo rey a su hermano Ramino, un monje cluniacense de esmerada formación que no tardaría en verse enfrentado en su reino a belicosos tenentes, cardenales intrigantes y barones disidentes; y, allende sus fronteras, a la amenaza almorávide y al hostigamiento de Castilla y de Barcelona.