La vida de Duke Ellington es la historia viva del jazz (o de la «música
americana», como él hubiese dicho) desde los remotos tiempos del ragtime a
las variopintas fusiones de los años setenta. Según la imagen canónica, su
figura preside la etapa más popular de esa evolución (el período del swing y
las grandes bandas), pero basta oírlo en la retaguardia de Paul Gonsalves
durante el mítico concierto de Newport (1956) o adivinarlo en el saxo de John
Coltrane cuando éste interpreta «In a Sentimental Mood» junto al piano del
maestro (1962) para advertir que la magia de Ellington desborda todas las
categorías, penetra en todos los terrenos e irrumpe amablemente en los
acordes (o desacordes) de todos sus colegas.
Ni el jazz en su conjunto ni buena parte de la música contemporánea serían
explicables sin Ellington, pero Ellington mismo sería un misterio sin este libro,
porque el gran compositor fue un terco enemigo de la literatura confesional
hasta que un cheque in extremis lo indujo a ceder cuando su vida ya se
agotaba. Y cedió con un texto explosivo donde deambula por lo divino o lo
humano, retrata cordialmente a sus compañeros de fatigas, canta las
cuarenta, cuenta mil anécdotas, elogia, discute, conversa y afronta un
esmerado interrogatorio con infalible agudeza y bastante mala leche. Si antes
había callado, aquí escribe por los codos, sin intermediarios y haciendo
alarde de un bullicioso estilo cargado de ingenio y salpicado más de una vez
con las notas del genio.
Edward Kennedy Ellington se movía por las calles de Harlem con igual
soltura que por los pasillos de la Casa Blanca, y en todas partes gozaba y a
todos brindaba su inagotable vitalidad. Apasionado del arte y compadre de
quienes lo hacían, tenía entre sus amigos a decenas de personajes capitales
para la trayectoria sonora del siglo XX: Armstrong, Basie, Bechet, Coltrane,
Davis, Fitzgerald, Parker o Sinatra son algunos de los muchos que aparecen
en estas páginas (aliñadas, por cierto, con cien fotos que nos acercan al
mundo visible del pianista). Mas lo que emerge una y otra vez de ellas es su
lujurioso matrimonio con la música, la amante y señora a quien siempre
reservó el fuego más sagrado del templo: «las queridas van y vienen, pero
sólo mi amante permanece», nos dice el fiel enamorado.