Quizá ha llegado el momento de acabar con la postura conciliadora —y en cierto modo mojigata— que durante varias décadas ha presidido nuestros juicios sobre la transición a la democracia en España. Acerca de tan importante momento histórico la opinión pública española ha aceptado complacida la justificación de determinadas actitudes y comportamientos que poco a poco comienzan a revelarse simplemente como el resultado de la tibieza y la cobardía y no como la consecuencia de un elevado sentido de Estado.