Pocos artistas, en el transcurso de la historia del arte, han sabido captar y plasmar de modo tan directo y profundo la imagen de su propia época, convirtiéndose a la vez en testigos oculares e intérpretes profundos, partícipes hasta lo más íntimo de las vivencias de los personajes, los escenarios urbanos, las luces del atardecer y el intenso resplandor de un sol indiferente y lejano. Sin embargo, en el evidente y tangible realismo de esta América suya, Hopper ofrece sobre todo una lectura interior, delicadísima, conmovedora y sorprendente. El vacío existencial de los transeuntes es evocado en composiciones de una absoluta simplicidad, casi geométrica, en donde resuena el canto inmóvil de la metafísica.