La dirección del hotel la instaló en una de las habitaciones para clientes permanentes, en el tercer piso. Desde allí veía las montañas cubiertas de nieve por encima de los tejados. El pueblo de Carstairs estaba en el valle de un río. Tenía unos tres o cuatro mil habitantes y una calle mayor que iba cuesta abajo, junto al río, y después seguía cuesta arriba. Había una fábrica de órganos y pianos. Las casas estaban construidas para durar toda una vida, los patios eran amplios y las calles estaban flanqueadas por arces y olmos antiguos. Nunca había estado allí cuando había hojas en los árboles. Se alegró de poder empezar desde cero; se sentía tranquila, agradecida.
Pasamos por la espléndida colección de cuentos de Alice Munro como unos fisgones, sin aliento ante lo que se nos va a revelar. La curiosidad sólo nos lleva hasta aquí. La prosa es lúcida y relajada, pero las historias que el libro cuenta tienen cara de póquer y son oblicuas, apretando con fuerza sus secretos contra su pecho. Si se leen una vez, son misteriosas e inquietantes; leídas una segunda vez, se convierten en insospechadas bolsas de detalles. Munro no es una simple miniaturista habilidosa. Cada una de estas historias es tan compacta como un poema pero tan amplia como una novela... Las historias de Secretos a voces no siempre dan una solución a los rompecabezas que contienen: proponen ventanas a diversos pasados, pero por muy de cerca que miremos por ellas siempre están empañadas por su ambigüedad. Matrimonio, juegos, desapariciones, vandalismo sin motivo; es lo que ocurre en las vidas grises, transmitido de un modo notable.