Jueves 4 de junio de 1964, en uno de los extrarradios de París un joven quinceañero duda entre asumir sus responsabilidades escolares o tomarse alguna libertad. Entre hacer sus deberes y contentar de paso a su adorable y estricta madre, desbordada por la cantidad de hijos que tiene que atender, o pasar el día con uno de sus amigos, Saint-Mexan, que juega oculto en un tejado a asesinar a John Fitzgerald Kennedy. O, aún mejor, ir a ver a Marie-France, que vive enfrente, con su melena caída sobre los hombros..., la chica que le gusta.
Daniel Picouly rememora en Un buen día para matar a Kennedy aquellos años sesenta; no ya desde la trascendencia que obliga aquella década mitificada, sino desde los recuerdos de un adolescente. A través de la música de los Beatles y Luis Mariano, las películas de Bogart y Sinatra, las series de televisión, las fotos de Marilyn y Jackie Kennedy, y los libros de aquella época..., revivimos con el narrador aquel barrio popular de casas decoradas con dudoso gusto. Una babelia de olores, colores y sabores, en cuyas calles se jugaba, se tocaba en una banda de rock, se amaba a aquel primer amor perdido en los descansillos de las escaleras, se iba al río de picnic, se charlaba de balcón en balcón, se cotilleaba de cocina en cocina. Un barrio de amigos, buenos y malos alumnos, que soñaban con la fama y despertaban con ingenua inocencia a una vida que se inhalaba con la máxima intensidad. Siempre dispuestos a las gamberradas, siempre al borde del desliz. Sobre todo si la víctima es un cazatalentos musical que pasea por el barrio en un descapotable. Todo pasa durante un jueves 4 de junio de 1964. Un buen día para matar a Kennedy.