«Llegó a casa hace un par de días y ahora viaja conmigo en el asiento del copiloto, mientras conduzco en dirección al trabajo. Lo confieso: a veces aparto la mano del volante y lo acaricio como a una mascota de madera. Me gusta su tamaño diminuto, la sencillez que predica sin hablar, su tacto antiguo. La madera proclama una vida sin aditivos, con la que me siento más retratado que con el plástico. Amo las cosas elementales, aquellas en las que el hombre no acapara el protagonismo.Ya de rodillas, encima de mi banquito y con los ojos cerrados, hago una pequeña oración que me ayude a ser tonto. Quiero decir descender desde la idea, lo que llamamos inteligencia o cerebro, hasta el lugar del corazón. Normalmente, vivo arriba, como todo el mundo. Vivir arriba significa hacer planes, lamentar las culpas del pasado, conjeturar lo que los demás piensan de uno, temer la humillación y el no ser considerado. No estar arraigado en lo que está sucediendo, sino a merced del ego, esa muralla entre la realidad y nuestra sustancia».