«Corría el año 390 a. C. La ciudad de Roma estaba en manos de los senones, un pueblo galo que había invadido el Lacio desde el norte. Había sido arrasada sin piedad y sus habitantes, presas del pánico, la habían abandonado o habían perecido defendiéndola. Solo unos pocos resistían atrincherados en la colina del Capitolio, pero, vencidos por el hambre, se avinieron a pagar su libertad con un rescate de mil libras en oro. Reunida con esfuerzo tan enorme cantidad, mientras se pesaba el precioso metal en una gran balanza, los romanos observaron que los pesos estaban trucados y, furiosos por el engaño, protestaron ante los galos. Displicente, Breno, el caudillo de los invasores, se limitó a dejar caer su espada sobre un platillo de la balanza y, en palabras de Tito Livio, proclamó: Vae victis!, ( ¡Ay de los vencidos!)».
Puede o no ser una leyenda, pero su enseñanza es evidente: en la guerra, los vencidos no pueden esperar justicia de los vencedores. Son estos los que imponen sus condiciones y, casi siempre, los que narran su victoria de forma que parezca justa a los ojos de las generaciones futuras.
Precisamente por ello el historiador, en especial el especialista en historia militar, debe acercarse con desconfianza hacia el testimonio de los vencedores, completarlo con el de los vencidos y reconstruir a partir de ambos un relato equilibrado y veraz de los hechos. Este libro pretende reivindicar a los vencidos; las civilizaciones, los pueblos, las naciones o, simplemente, los ejércitos que, en cada encrucijada decisiva del pasado de la humanidad, quedaron apartados de la corriente principal de su devenir histórico, que siguió adelante sin ellos.