Harriet ha dejado a su novio Claude, «la rata gabacha». Así al menos es como Harriet ve las cosas, aunque sea Claude quien acaba de pedirle que abandone su apartamento en el Greenwich Village. De un modo u otro, ella no tiene intención de marcharse. Las amigas la tratan con condescendencia y le aconsejan; Harriet se ofende, y es fácil entender por qué: por muy trastornada que esté, ella ve más allá de los tópicos de cortesía que todos se contentan con seguir. Es una profetisa sin complejos, desatada, implacable y, sobre todo, mordazmente divertida acerca de la vida de las mujeres. En un giro inesperado, encuentra su hogar en el hotel Chelsea de Nueva York. Esta novela es mucho más que un divertido ejercicio de humor negro gracias a su inquietante final.